
Ni Cobi ni Curro; mi mascota favorita de 1992 fue Val Kilmer embutido en los pantalones de cuero de Jim Morrison en The Doors, el biopic dirigido por Oliver Stone. Se había estrenado en cines a mediados del 91, cuando el DNI me acreditaba una edad, 14 años, que me imposibilitaba atravesar la puerta de cualquier sala para asomarme a ese otro lado oscuro y seductor… Pero, ¡ah!, la pequeña puerta del videoclub de mi barrio sí que se abrió para mí en el 92 –15 años, bigote incipiente, cinéfila y melómana determinación en la mirada– cuando fui directo al estante de las novedades, cogí la llameante funda del VHS, la dejé en el mostrador y el despreocupado dueño de ese iniciático palacete del audiovisual introdujo en su interior ese prohibido objeto de mi deseo.
El efecto que la reproducción de esa cinta de videocasete negra tuvo en mi yo adolescente quizá explique que ahora, 25 años después, esté escribiendo estas líneas. Eso y que al bueno de Eduardo Izquierdo –melómana determinación cum laude la suya– no podía decirle que no. “Quiero que escribas el prólogo”, “¿Por qué yo?”, “Por expreso deseo del autor”, “¡OK!”. Pasados dos meses desde que me lanzara el órdago, debo agradecerle que me brindara la posibilidad de recordar cuán importante fueron The Doors no solo en mi educación musical sino también en la paulatina toma de conciencia del valor que tienen artefactos colindantes –documentales, películas, revistas, libros– para una mejor apreciación de esos artistas que se adentran en tu mundo primordialmente a través de los oídos.

Si la obra de Stone fue el centelleante, hiperbólico cebo cinematográfico que me succionó hacia el interior del universo The Doors, el doble CD recopilatorio que se lanzó coincidiendo con su estreno –reedición digital del The Best of… de 1985– se acabó convirtiendo en uno de mis más preciados talismanes cuando el chaval algo freak y solitario que era por aquel entonces necesitaba abstraerse de un mundo en el que no sabía muy bien cómo encajar.
People are strange when you’re a stranger / Faces look ugly when you’re alone…
You know that it would be untrue / You know that I would be a liar / If I was to say to you / Girl, we couldn’t get much higher…
Riders on the storm / Riders on the storm / Into this house we’re born / Into this world we’re thrown…
Entendía parte de sus letras, pero realmente no sabía de qué carajo me estaba hablando el bueno de Jim. Sin embargo, a mi yo de entonces eso le daba exactamente igual; aquella voz única danzando a lomos de esas melodías tan extrañamente juguetonas y hasta cierto punto temibles me llevaba en volandas hacia un estado anímico que siempre recuerdo cuando vuelvo a escuchar alguna de sus canciones. Añoro esa sensación, sí.
El libreto de The Best of The Doors contenía un texto (en inglés) que se iniciaba así: “La pregunta aflora, repetidamente, ¿por qué la música de The Doors ha sobrevivido, incluso florecido, de generación en generación cuando tantos otros grupos de su época se han quedado a medio camino? En otras palabras: ¿por qué The Doors? ¿Por qué ahora? ¿Por qué todavía?” No era yo consciente entonces de que la lectura de la reflexión desarrollada a continuación por Danny Sugerman –segundo mánager de la banda y autor de su primera biografía No One Here Gets Out Alive– iba a ser mi primera exposición a lo que podemos entender como crítica o análisis de la música rock. Se abrió una puerta y todo cambió.
Desconozco qué artista o qué lectura sobre rock abrió esa misma puerta para Eduardo, qué le empujó a empezar a escribir sobre eso que a ambos nos apasiona y tratamos de aprehender con nuestras palabras para enganchar a / compartir con otros curiosos melómanos como nosotros. Sí sé que lleva 12 años manteniendo al día, con una constancia inimaginable para un servidor, esa bitácora online de rock and roll llamada Los Hijos Bastardos de Henry Chinaski; un nombre que explica, quizá para su propio desconocimiento, por qué creo que Eduardo estaba destinado a hacer el libro que tienes en tus manos. En la primera entrada del blog, 9 de mayo de 2006, escribía: “Chinaski, ese viejo perdedor de las novelas de (Charles) Bukowski sabía como nadie vivir la vida al límite, disfrutar de sus placeres, como el sexo, las drogas o el alcohol y cagarse en sus obligaciones, con el trabajo a la cabeza. Todo un ejemplo a seguir, ¿no?”.
Al fallecer Ray Manzarek en 2003, su amigo John Doe, guitarrista de la banda angelina X, declaró que “el ambiente que emana de las canciones de The Doors tiene más relación con Charles Bukowski que con Farrah Fawcett (…) Proviene de una zona realmente oscura de Los Ángeles.” En ella habitarían esos seres desahuciados que, según describió Bukowski en su relato The L.A Scene, “viven del aire y la esperanza y las botellas retornables vacías y la gracia de sus hermanos y hermanas. Viven en pequeñas habitaciones, siempre con retraso en el pago del alquiler, soñando con la próxima botella de vino, la próxima copa gratis en el bar”. Un bar que bien podría ser el Hard Rock Café donde el 19 de diciembre de 1979 Henry Diltz fotografió a la banda para el libreto del álbum The Morrison Hotel y unos seres que bien podrían ser los alegres beodos que rodean a un impasible Morrison en la instantánea tomada en el exterior de dicho bar.
Esta es sola una de las decenas de conexiones que uno puede establecer al adentrarse en el desbordante corpus artístico desplegado por la banda californiana en apenas cuatro años, los que separan su clásico homónimo debut (67) de ese road trip crepuscular titulado L.A. Woman (71). Otras muchas te aguardan al atravesar esta página, deja la puerta abierta al entrar…
Barcelona, julio de 2017
Prólogo del libro Jim Morrison & The Doors: Vida, canciones, conciertos clave y discografía (Eduardo Izquierdo; Ma Non Troppo, 2018)





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