Fundada en octubre de 2002 por el editor Laris Kreslins y el periodista Jay Babcock, Arthur es una publicación gratuita, bimensual y con sede en Los Ángeles que, dedicada a profundizar en “la contracultura transgeneracional y trasnacional”, se ha convertido en revista de cabecera para los degustadores de las múltiples formas de canalización del espíritu psicodélico en el nuevo milenio. Desde sus páginas se ha reforzado la idea de la existencia de una escena o tendencia, de carácter multiestilístico aunque eminentemente folk, que bajo el amplio y difuso epígrafe “New Weird America” arremolinaría a personajes con una visión de la música (y de la vida) abstraída del presente, operando creativamente desde la libertad más absoluta y de espaldas a la trascendencia comercial. De Devendra Banhart a Sunn O))), de Wolf Eyes a M Ward, de Vetiver a Dungen.
Si en su último número, el pasado mes de octubre, la portada de Arthur fue para el dúo de Nuevo México Brightback Morning Light, justo dos años antes tal honor había recaído en el californiano Ethan Miller. Agradecido por la atención prestada, el líder bicéfalo de Comets On Fire y Howlin’ Rain ejercería poco tiempo después de “curator” del cuarto cd editado por la revista, Beard, Bread and Beard’s Prayers, una psicotrónica recopilación en la que Miller exponía sus filias free con temas de sensibilidades hermanadas con la suya como las de Brother JT, Albert Ayler, Monoshock, Ghost o Michael Yonkers Band. Cerrando el disco, barría para casa con «Death Squad», inclemente pero liberador ataque de out-music arrancado de los surcos de Blue Cathedral (Sub Pop, 2004), obra magna de un Miller que por aquel entonces ya vivía sumergido de pleno en la bipolaridad creativa, pues a la edición del segundo de Comets On Fire, Avatar (Sub Pop, 2006), le siguió la del debut homónimo de su (nuevo) grupo (paralelo), Howlin’ Rain. Pero no empecemos esta historia por la mitad; retrocedamos hasta finales de la década de los noventa y viajemos hasta Eureka para narrar la travesía musical y personal del último apóstol del rock ácido y la psicodelia hard.
HERMANDAD EN TIEMPOS DE COSECHA
Eureka es la principal ciudad del Condado de Humboldt, en la costa norte del estado de California, Estados Unidos, y un lugar de peregrinación para los conservacionistas de todo el país pues se alza en medio de frondosas y protegidas extensiones del árbol más alto del mundo, la secuoya. Sus inviernos son suaves pero lluviosos, sus veranos frescos pero secos. “Nuestra infancia y de dónde venimos ejercen una enorme influencia sobre quienes somos como adultos y lo que hacemos en la vida. Creo que mi trabajo se impregna del ambiente y de la rica oscuridad de los colores del pueblecito rural donde me crié”. Ethan Miller, quien me escribe en un alto de su gira como teloneros de Black Crowes, se reconoce producto de su entorno, una herencia que, partiendo de la bucólica postal de su Eureka natal, se ha ido extendiendo con el tiempo hacia el Sur, hasta Oakland, en la Bahía de San Francisco, una de las regiones más pobladas de todo el país. Con todo, la génesis exacta de la aventura musical que aquí nos ocupa hay que ubicarla en la vecina ciudad de Santa Cruz, lugar de peregrinación para los neo-hippies de todo el país y marco perfecto para que, en 1999, Miller y su buen amigo Ben Flashman decidieran alumbrar a Comets On Fire como un grupo de rock libre de pretensiones comerciales y corsés estilísticos. Con sus dos primeras rodajas – un debut homónimo y autoproducido que reeditaría Alternative Tentacles en 2002 y un segundo disco, Field Recordings from the Sun, lanzado ese mismo año por el sello neoyorquino Ba Da Bing-, lograron arrancar del siempre iluminado Julian Cope un exabrupto que haría las delicias de cualquier departamento de promo: “Comets on Fire merecen nuestra gratitud eterna por su destilación de los mejores riffs del rock desde que High Rise reavivaron el culto a Blue Cheer”. Los cazatalentos de Sub Pop, una de las disqueras con mejor olfato a la hora de detectar a los especimenes más imprevisibles y excitantes operando en los márgenes del underground yanqui, no dudaron en echarles el guante y financiar su tercera referencia. Por aquel entonces, el line-up de Comets On Fire –Miller (guitarra y voz), Flashman (bajo), Noel von Harmonson (armado con su Echoplex y creando experimentos sónicos varios) y Utrillo Kushner (batería)- se vio providencialmente aumentado por Ben Chasny (Six Organs of Admittance), quien tras haber colaborado puntualmente en su anterior disco adquirió la condición de segundo guitarrista para la grabación de Blue Cathedral.
En su charla con el compañero Esteban Hernández (Ruta 235, febrero de 2007), el inquietante von Harmonson evocaba en estos términos los primeros tiempos de la banda: “Cuando comenzamos, esta cosa del retro-rock no tenía mucha presencia entre las bandas, por lo que era realmente sencillo que nos vieran como gente que hacía algo único a pesar de que éramos unos frikis totales que vivíamos en Santa Cruz. Cuando un montón de bandas comenzaron a echar la vista atrás para acoger el sonido del rock setentero, tuvimos que variar nuestro punto de vista para evitar sonar como los demás y para que lo que hacíamos siguiera excitándonos”. Así, Blue Cathedral fue la mejor plasmación hasta la fecha de la quimera sónica soñada por Miller cuando se perdía por entre las infinitas hileras de secuoyas que rodeaban Eureka; con la entrada de Chasny como guitarrista, su estruendo no solo aumentaba por acumulación sino también por omisión: con él hallaron la fuerza aterradora del silencio. Ocho temas, un disco cuya belleza sigue hoy brotando inabarcable cual magma incandescente. Como muestra recomendada, dos piezas. «The Bee And The Cracking Egg» o la tormenta perfecta de unos Hawkind comandados por Kevin Shields. «Brotherhood Of The Harvest» o la conmovedora delicadeza de un instrumental digno de los Pink Floyd de Wish You Where Here. Espirales de riffs y teclados que se elevan cual géiser hacia más allá de las nubes para precipitarse abrumadoramente al vacío. Murallas sónicas que abruman los sentidos y se resquebrajan a cámara lenta para ir descubriendo la gélida luz del polvo de estrellas. Vincebus eruptum para el árido verano. Sturm und drang para las lluvias de invierno. Gracias a esta lucha de emociones contrapuestas, Comets On Fire se abrieron camino hacia lo desconocido para ganarse el beneplácito de buena parte de una prensa musical que no dudó en incluirles entre lo mejor de la cosecha de 2004. Que una propuesta como la suya suscitara el interés de publicaciones que no suelen prestarle demasiada atención a propuestas tan radicales o extremas para el lector indie medio se entiende por la coyuntura que abrazó el lanzamiento de Blue Cathedral. Así lo reconoce el propio Miller: “Por aquel entonces Sub Pop estaba viviendo su resurgir mediático como sello gracias al éxito de ventas de Iron & Wine y The Postal Service, que llegaron a colarse en las listas de Billboard. Fue una época genial para trabajar con ellos, habían logrado que la gente de la industria se diera cuenta que los sellos independientes tenían una visión comercial más acorde con los nuevos hábitos de consumo del aficionado joven”.
Pese a la excelente acogida, Miller sintió la urgente necesidad de dar salida a sus inquietudes más melódicas y así liberarse de la asfixiante naturaleza de Comets On Fire. A principios de 2004 y con la ayuda de su antiguo compañero de instituto Ian Gradek (bajo) y de su buen amigo John Maloney (batería; líder del colectivo experimental Sunburned Hand of the Man), Miller empezó a desarrollar el ideario musical de Howlin’ Rain, proyecto por entonces paralelo que él mismo, con altas dosis de críptica ironía, presentó en sociedad de la siguiente manera: “Estamos influenciados por la música de los siglos XX y XXI. Y por la ciencia ficción. Un chapuzón en el jacuzzi no tiene porque dañar el proceso creativo”. Aunque su homónimo debut vio la luz solo tres meses antes que el siguiente disco de Comets On Fire, sigamos mejor la estela de este último para que el apreciado lector rutero no se pierda en esta historia de trayectorias entrelazadas y adyacentes. De este modo, Avatar (Sub Pop, 2006), un trabajo indudablemente impregnado de ese deseo de partir hacia la luz de Miller, oxigenó el sonido de la banda tal como lo conocíamos hasta entonces. Para los obcecados adoradores de la drone-music y el rugir ensordecedor del Ecophlex de von Harmonson, Avatar era una versión accesible de Blue Cathedral y se agarraban a la “balada” «Lucifer’s Memory» como ejemplo perfecto para resumir su descarga de bilis. Sin duda menos intenso, pero no por ellos menos hermoso, el cuarto trabajo de Miller y compañía se benefició enormemente del lapso de tiempo transcurrido desde el lanzamiento de su antecesor. Tras finalizar la gira de Blue Cathedral (que incluyó varias fechas como teloneros de sus idolatrados Sonic Youth y Dinosaur Jr.), los miembros de la banda volaron libres para, como en el caso de Miller con Holwin’ Rain, vehicular esas inquietudes musicales que no encajaban en la dinámica de un grupo por entonces ya muy asentado en sus propias dinámicas creativas. Así, Ben Chasny colaboró con Current 93 y Badgelore y recuperó el tiempo perdido lanzando el séptimo LP en siete años al frente de su aclamado proyecto Six Organs of Admittance, School of the Flower (Drag City, 2005); el batería Utrillo Kushner sorprendió a propios y extraños agarrando el piano para componer su debut como Colossal Yes, un Acapulco Roughs (Ba Da Bing!, 2006) que mecía al oyente con la brisa del soft-rock californiano de los 70, cuando no con la épica de cámara del primer Elton John. ¿Y von Harmonson? El bueno de Noel siguió jodiendo cabezas en múltiples colaboraciones con majaras afines y vio como el sello Resipiscent tenía la osadía de editarle un nuevo disco en solitario, Born On the 4th of July.
Tras este periodo de transición / distensión, el reencuentro de todos ellos en el estudio de grabación, bajo la tutela una vez más de su amigo / productor Tim Green (compinche de Ian Svenonious en Nation Of Ulysses, desde mediados de los noventa en The Fucking Champs), favoreció la gestación de un álbum mucho menos enroscado en sí mismo, menos abigarrado y abrumador, sin duda el más accesible del grupo hasta la fecha. Accesible en el lenguaje Comets, claro, pues Avatar se abrió ante nosotros de par en par para succionarnos hacia las entrañas de otra lisérgica, hipnótica travesía. Potenciando una mayor presencia de los teclados aportados por Kushner en el entramado de texturas saturadas orquestadas por Harmonson (algo especialmente sobrecogedor en la antes citada «Lucifer’s Memory» o en esa final «Hatched upon the age», cuya coda es digna de Procol Harum) y descubriendo las posibilidades melódicas de superponer varias veces los lamentos, más sentidos que chillados, de Miller, la banda fue capaz de integrar en su discurso referentes tan dispares como el psych-acid de los fundacionales y a veces olvidados Quicksilver Messenger Service, el funk grave del Maggot Brain de Funkadelic, las agresivas embestidas kraut de los Can de «Halleluwah» o los innovadores, pioneros Dead de Aoxomoxoa. Que en un mismo disco fueran capaces encadenar la punkarrada de menos de tres minutos perpetrada por el enfant terrible Harmonson en «Holy Teeth» junto a «Sour smoke», ópera magna de casi nueve y digna de un Santana espoleado por la Arkestra de Sun Ra, expone con fascinante claridad el descomunal dominio de su poliédrico sonido que alcanzaron Comets On Fire en su último disco hasta la fecha. Musculoso y ardiente, Avatar es EL disco, un sí colosal.
EL CAZADOR CAZADO (Y EL MAGNÍFICO DEMONIO)
“Formamos Howlin Rain con la intención de hacer un buen disco de rock a la antigua usanza, libre y espontáneo, con el alma desnuda y un cuerpo cuyos laberínticos huesos se articulan por igual a base de alegría, histeria y oscuridad. Hacemos música para que golpees el volante de tu furgoneta o para que cantes mientras bebes whiskey metido con tu perro en el jacuzzi un sábado por la tarde”. Reincidiendo de forma misteriosa en su pasión por el agua burbujeante, con estas palabras invitaba Miller al personal a echarle una escucha al disco homónimo de Howlin Rain, ópera prima auspiciada por su vecino David Katznelson, responsable del sello Birdman Records, hogar de algunos de los nombres de referencia de la América ácida como el anteriormente citado Brother JT, Gris Gris, Coyote, Modey Lemon, Apes, PFFR o The Warlocks. Seguramente por culpa de la alargada sombra que ejercería Avatar al editarse de forma casi simultánea, así como por el perfil mediático más bajo de Birdman frente a Sub Pop, Howlin Rain no obtuvo el reconocimiento que sin duda merecía. Una lástima, pues era evidente que Miller había encontrado en la sensibilidad más melódica, soleada de John Maloney el aliado perfecto para crear canciones que emanaran la libertad del rock’n’roll tal como lo entendían Allman Brothers o Grateful Dead y evocaran los pasajes más soleados de Crosby, Stills, Nash & Young o Gram Parsons, pero sin perder esos pasajes de aquelarre country-psych que seguían hirviendo en sus entrañas. Con todo, el disco no pasó desapercibido para Josh Homme, que invitó a Howlin’ Rain a unirse a Queens of the Stone Age en varias fechas de su gira estadounidense. Lo intenso de la experiencia acabó agotando a Maloney, que decidió abandonar el grupo poco después; Miller, todavía aturdido por la fuga de quien consideraba su principal apoyo en esa nueva aventura, decidió tirar para adelante escribiendo las canciones de un hipotético segundo disco. “Crear las nuevas canciones en ese clima de caos fue un desafío: sin banda, sin saber quien iba a tocar esos temas, ansioso por saber qué sonidos e ideas aportarían los nuevos miembros. Me gustan los retos y el estrés saludable que provocan este tipo de tensiones y cambios. Así, cuando la tormenta arrasó la primera encarnación de Howlin Rain, opté por ponerme a cubierto, escribir sin descanso y preguntarle a gente que conocía si se animaba a tocar conmigo. Me gustó la química espontánea que generó ese periodo de tanteo, de descubrimiento conjunto; a partir de allí, las sesiones de Magnificent Fiend se desarrollaron de forma orgánica”. Para la grabación de su segundo disco, Miller reclutó a Garett Goddard (batería en The Cuts y Colossal Yes) y a Joel Robinow (teclados y vientos) y Eli Eckert (bajo y guitarra), miembros ambos de los brutales reyes del boogie del nuevo milenio, los Drunk Horse de Oakland. Se mantuvieron Ian Gradek al bajo y el guitarrista Mike Johnson, fichado por Miller para acabar la gira tras la espantada de Maloney. Todos juntos se encerraron en el Prairie Sun Recording Studio, en Cotati, a unos setenta kilómetros al norte de San Francisco y contando nuevamente con la complicidad de Tim Green se enfrascaron en una grabación mucho más intensa y ardua que la de su primer LP; Miller trabajó a conciencia en cada tema, con un trabajo previo por su parte que sentaba las bases para que, una vez en el estudio, el momento exacto, el encuentro de los seis músicos le insuflara vida nueva, propia a las canciones. Y, entonces, irrumpió en escena Rick Rubin.
Ferviente lector de la revista Arthur, el barbudo productor, quizá cansado de que últimamente se le relacionara exclusivamente con rescates de viejas glorias como Johnny Cash o Neil Diamond y con pesos pesados del mainstream como Red Hot Chili Peppers, System Of A Down o Linkin Park, se sintió atraído por la historia de Ethan Miller, un artista que en sus palabras recogía el espíritu que sin duda había empujado a Rubin a dedicarse al mundo de la música en primera instancia. “La entrada de Rick en escena fue otro de estos elementos que catalizan al grupo. Cuando leyó el artículo, se interesó por nuestra música, pidió nuestro contacto, nos citó en su casa y nos ofreció un contrato. Así de extrañas y simples funcionan las cosas en el universo Rubin. Esperamos que el futuro conjunto nos depare muchas alegrías, seguro que su visión y experiencia enriquecen nuestra música en el futuro”. Editado al alimón por Birdman y American Recordings, Magnificent Fiend vio la luz a principios de 2008 y llamó mucho más la atención de los medios que su ópera prima. En estas mismas páginas (donde el propio Hernández ya había glosado las virtudes de Howlin’ Rain), el compañero Manel Celeiro celebró con entusiasta clarividencia el paso de gigante emprendido por Miller y compañía: “Música libre, sin reparos en recorrer cualquier sendero (…) Folk, pop, funk, rollito flower power, psicodelia, hard y guitarras batiéndose cara a cara en gloriosos duelos que remiten inevitablemente al rock sureño”. Mientras el futuro de Comets On Fire sigue en el aire (“espero que volvamos a cabalgar juntos en el futuro” escribe, dejando entrever cierta desazón), Magnificent Fiend es la inmejorable excusa para el debut de Howlin Rain en España a finales de este mes, una oportunidad excelente para asistir en primera fila a la escenificación de lo que Miller me define como la jam perfecta: “Se produce cuando dejas que la música fluya libremente, sin el corsé de los patrones o los preceptos que tienes en mente. Cuando se te escapan de las manos y flotan suspendidos en el aire, los sonidos que extraes de tu instrumento interaccionan con los del resto del grupo y empiezas a crear algo sin necesidad de contacto visual. Es fascinante cuando tus sonidos se entrelazan, se funden o se golpean con los de tus compañeros y lo que se genera te vuelve rebotado el doble de rápido y el doble de intenso. Una jam perfecta es como si metieras un perrito en una caja y, al abrirla, se te echara encima, como un trueno surgido de la oscuridad, un enorme oso grizzly. El cazador cazado, musicalmente hablando”. Que continúe la jauría, pues…
Texto: Roger Estrada
Publicado en Ruta 66 (2009)