Todo el mundo quiere ser especial / Te llaman por tu nombre alto y claro / Aquí llega un habitual / ¿Acaso soy el único aquí hoy?… Pocos letristas han sabido retratar la idiosincrasia del currante del Medio Oeste estadounidense como Paul Westerberg, cantante, guitarrista y principal compositor de The Replacements. Y quizá sea «Here Comes a Regular», el tema que cierra su álbum de 1985 Tim, uno de los ejemplos más conmovedores de esa habilidad. Un tipo atrapado en el anonimato de su rutina diaria, sobrellevando a base de pintas que ya no es aquel chaval que un día imaginó para él otro futuro. Porque no hay mejor refugio para olvidar el frío presente que las cuatro paredes del bar al que acude cada día; caras conocidas, cómplices de medianoche, otros antaño soñadores hoy habituales de la terapia en trago largo.
Hay quien acude al bar para olvidar, pero también quien lo hace para celebrar. Sería difícil encontrar otro tipo de establecimiento que satisfaga ambas necesidades, la verdad. El alcohol es un elemento clave; lo que una noche es catalizador de un carnaval sin fin, la otra sirve como ardiente apósito de esa herida que sigue sin cerrar. Pero, aunque haya bebedores de bar solitarios, uno acude a su local favorito, ya sea para mitigar o festejar, porque necesita compartir, porque quiere llorar o reír en compañía, sentirse especial, sentir que le importa a alguien.
Yo he bebido para olvidar y para celebrar en unos cuantos bares en mi vida –más para lo segundo, el tormento etílico no es mi rollo– y todos ellos tenían algo en común –además de mi brebaje-comodín, el Jack Daniel’s con cola–: la música, el rock’n’roll. Ponme un cubata y una de Big Star y no me despegaré del taburete, querido barman.
Durante una época mi garito favorito fue el Badlands, en la calle Praga de Barcelona. Habría otros bares musicales en mi ciudad, pero en ninguno pinchaban los discos con que amenizaba nuestros tragos largos Juan Carlos, el dueño. Lejos del bullicio del centro, con la sala central bajo tierra, en el Badlands perdí la noción del tiempo saboreando a Graham Parker, Flamin’ Groovies, Pere Ubu, Yo La Tengo, The Pastels, The Soundtrack of Our Lives… Un eclecticismo maravilloso y muy rutero que me hacía sentir como en casa.
El Badlands echó el cierre y muchos nos quedamos como huérfanos. Ha habido y todavía hay en Barcelona otros baretos donde ir a empinar el codo con un soundtrack molante –Rocksound, La Perla, Heliogàbal, Bar Ramon, Red Rocket–, pero pocos en la ciudad dudan, año y medio después de su inauguración, que la aparición del Psycho Rock’n’Roll Club en el barrio del Poble Sec ha sido como una bendición para la escena rockera local, siempre a la sombra de Madrid y Malasaña.
Ubicado estratégicamente cerca de la Sala Apolo, el Psycho se ha convertido en refugio habitual para una fauna de licántropos del rock digna de ver y querer. A medio camino entre Cheer’s y el Titty Twister de Abierto hasta el amanecer, este es un garito que vale más por lo que calla que por lo que cuenta, pues es testigo de noches de desenfreno de las que Henry Chinaski y John Belushi se sentirían orgullosos. Pero vale todavía más por el afecto con el que Gonzalo me sirve el (pen)último Jack Daniel’s con cola mientras Ricard baja la persiana desde dentro y Charly pincha esa de la Velvet para que todos nos sintamos especiales un ratito más, otra noche más. Si cierras la puerta / La noche durará para siempre / Deja que el sol brille fuera / Y dile hola a nunca jamás…
Texto: Roger Estrada
Publicado en Ruta 66 – Marzo 2013