WES ANDERSON. El hombre que quería a la gente

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“Pobre abuelo, me reía de sus palabras /
Creía que era un hombre amargado /
Cuando me hablaba de cómo son las mujeres.

Te atraparán y te utilizarán antes de que te des cuenta /
Pero el amor es fuerte y tú eres demasiado bueno /
No lo demuestres nunca.

Desearía haber sabido lo que sé ahora /
Cuando era más joven.
Desearía haber sabido lo que sé ahora /
Cuando era más fuerte…”

“Ooh La La”, Faces

Cae el telón, Ron Wood le canta al amor perecedero y, con un nudo en la garganta y los ojos humedecidos, sé que acabo de ver una película que para siempre vivirá conmigo. “Academia Rushmore” (1998), segundo largometraje de Wes Anderson, conmueve del mismo modo que las canciones menos efusivas y arrabaleras de los Faces. Pienso en “Devotion”, “Tell Everyone”, “Love Lives Here”, “Debris”, “Glad and sorry” o la citada “Ooh La La”, emocionantes muestras de una manera de entender el rock (y la vida) que parece haberse perdido. En este sentido, asistir al despertar a la madurez de Max Fischer, el protagonista de “Academia Rushmore”, te reconcilia con esa vida (y ese cine) que creías haber olvidado. No en vano, muchos han querido ver en Anderson el líder de una refrescante corriente dentro del cine norteamericano reciente: la Nueva Sinceridad. Aunque confiese sentirse ajeno a modas y etiquetas, lo cierto es que si le echamos una ojeada a lo que se viene facturando en su país en los últimos tiempos nos damos de bruces con la realidad: Wes Anderson está solo. No es que sea mejor o peor que sus compañeros de generación “indie”, o que no comparta ciertos elementos con algunos de ellos (el Richard Linklater de “Slackers”, el añorado Kevin Smith de “Persiguiendo a Amy”, el Morgan J. Freeman de “Hurricane Streets”, el Alexander Payne de “Acerca de Schmidt”, la Sofía Coppola de “Las vírgenes suicidas”), pero la certeza de estar viendo a un cineasta que parece haber alcanzado su cúspide creativa tan pronto, con tan desarmante honestidad narrativa y tan preclara ejecución formal, raramente se produce hoy en día. Aunque otro Anderson, Paul Thomas, se cargaría de un plumazo esta reflexión.

Y como suele ocurrir en estos casos, tú te preguntarás: “¿De verdad hay para tanto?”. Quizá no sirva de mucho, pero antes de sentarme a teclear estas palabras sentí la necesidad de volver a visionar “Academia Rushmore” para rescatar las imágenes, las palabras y las sensaciones del baúl de la cinefilia y así afrontar la imposible tarea de verbalizar los logros ajenos con la película más fresca en mi presente. ¿Y sabes que pasó? Volvió a caer el telón, Ronnie le volvió a cantar al amor que se va y, con un nudo en la garganta y los ojos humedecidos, supe que, al día siguiente, debía llamar al buen amigo que me la recomendó para agradecerle otra vez que quisiera compartir ese gozo íntimo conmigo. Porque “Academia Rushmore” es de esa clase de posesiones privadas que uno no suele querer compartir con todo el mundo, un pedazo de nuestro “yo” más profundo que uno duda si mostrar por miedo a la incomprensión, a la indiferencia o al más que probable “no había para tanto”. Pero es un secreto a voces que el cine, antes que materia para el onanismo sentimental, es arte nacido para tocar cuantos más corazones posibles. El amigo que me la recomendó lo sabía. Y es que si en lugar de “Academia Rushmore” estuviese hablando de “Box of Moonlight”, “Swingers” o “You can count on me”, mucho de lo expuesto hasta ahora sobraría; porque, al contrario que esas pequeñas joyas más o menos recientes, la segunda película de Wes Anderson no se estrenó comercialmente en España. Muchos la descubrimos en Canal +, y sólo después del relativo éxito de “Los Tenenbaums” (2001) la gente empezó a navegar por Internet a la caza y captura de este verdadero filme de culto. De la odisea para poder visionar su ópera prima, “Bottle rocket” (1996), mejor ni hablamos…

“Wes tiene un talento especial: sabe expresar los gozos y las interacciones entre las personas tan bien y con tanta riqueza. Cuando vi ‘Bottle Rocket” descubrí a un director que realmente quería a la gente, que se acercaba a sus personajes con cariño. Sus películas me recuerdan a muchas de las que Jean Renoir rodó en inglés, como El río; películas que me gustaron porque me sentía próximo a la gente que salía en ellas. Algo que también me ha sucedido en los últimos años con los filmes de Abbas Kiarostami, cuando me he descubierto con la necesidad de regresar a esas imágenes, a esa gente.” Martin Scorsese dixit (Premiere, octubre 2002). Y es que, en una lista de sus películas favoritas de la década de los 90, el ítaloamericano no dudó en situar la ópera prima de Anderson entre las diez bendecidas por tan distinguido honor. Pero por encima de la admiración de uno de los tótem del cine norteamericano contemporáneo, lo que sorprende es el nivel de empatía que sus películas generan en el espectador, como conectan con ciertas pulsiones del alma humana que creíamos oxidadas. “El otro día, en Chicago, un chico me pidió que le firmara su partida de nacimiento. Me dijo que ‘Rushmore’ le había afectado profundamente, así que le escribí ‘Certifico el nacimiento de –creo que se llamaba Nick- por el poder que se me ha concedido.’ Fue divertido y tierno a la vez.” Es precisamente esa fusión de drama y comedia, ese tono melancólico regado con chispeantes dosis de humor, lo que caracteriza la filmografía de Anderson, lo que envuelve a los que se acercan a sus películas con la sana intención de que les cuenten una historia que les hable de tú a tú, con honestidad y sin cargantes artificios de autor. Y en esto, Anderson y su amigo y co-guionista Owen Wilson son maestros: “Así como creemos que las mismas cosas son divertidas, creemos que las mismas cosas son tristes. Creo que ‘Los Tenenbaums’ es mi película más chocante para el espectador. Recuerdo que en algunos pases previos, la gente reía a carcajadas como si se tratara de una peli de los hermanos Farrelly, pero en otros el silencio era total y podía oír a personas llorando. Lo más importante, y difícil, es establecer un tono para toda la película y que el espectador conecte con él; y para ello debo filtrarlo a través de mí, darle una perspectiva personal a la historia que estás contando” (Onion).

Desde Peter Bogdanovich y sus nostálgicas “The Last Picture Show” y “Luna de papel”, no se veía a un director norteamericano con semejante capacidad para calibrar el tono melodramático y humorístico en sus películas. No extraña, pues, saber que cuando Polly Platt, responsable del diseño de producción de ambas películas cuando estaba casada con Bogdanovich (y de “The Bad New Bears”, una de las preferidas de Anderson), leyó el guión de “Bottle Rocket” animara a su socio en Gracie Films, James L. Brooks (productor de “Los Simpson”, director de las magníficas “La fuerza del cariño”, “Al filo de la noticia” y “Mejor imposible”) para que financiasen ese diamante en bruto. Pero no precipitemos los acontecimientos. Viajemos de Hollywood, Los Ángeles a Houston, Texas.

“NO PUEDO VOLVER A CASA, GRACE, SOY UN ADULTO”

El 1 de mayo de 1969, Wes Anderson vino al mundo en el seno de una familia de clase media. Segundo de los tres hijos del matrimonio formado por Texas y Mel Anderson, divorciados cuando él tenía ocho años, pronto sintió la necesidad de escribir sus propias historias y llevarlas al escenario, aunque su vinculación afectiva con el cine como medio de expresión personal se inició cuando su padre le regaló una cámara de Súper 8 para su décimo aniversario. Ya en el Instituto St. John’s, donde luego rodaría “Academia Rushmore”, quedó prendado ante la lectura de las críticas cinematográficas de Pauline Kael y la clase magistral de cine norteamericano que ésta impartió en el centro. Dicho esto, sorprende que el joven cinéfilo rehuyese la carrera de cinematografía que ofrecía la Universidad de Texas, en favor de la de filosofía. El destino hizo que, sin embargo, se apuntase al curso de escritura y que allí coincidiese con Owen Wilson. “Había nueve personas en la clase, todas sentadas alrededor de una larga mesa. Yo preferí quedarme en un rincón, alejado de la mesa, y a mi lado había otro chaval, que resultó ser Owen. En todo lo que duró la clase no cruzamos ni media palabra, ni en todo el primer semestre. Al siguiente, escribí una obra teatral y le pregunté si quería participar. Así empezó todo”.

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Ambos conectaron rápidamente. Compartían su amor por las pelis de Terrence Malick, los hermanos Coen, John Huston y Roman Polanski, así como esa peculiar visión de la vida que luego plasmarían en sus guiones. De sus experiencias como compañeros de piso, surgió el espíritu de su primera colaboración, “Bottle Rocket”. “Owen y yo vagabundeábamos todo el día, siempre haciendo cosillas pero sin ningún objetivo concreto. Esa sensación de no saber en qué focalizar nuestras energías impregnó la película. En esencia, va sobre tres chavales que ansían hacer grandes cosas, que siempre están dándole al coco y holgazaneando. Tienen mucha ambición y grandes aspiraciones; es sólo que su vida no sigue una dirección convencional. Tratan sinceramente de lograr algo, pero no saben qué es ese algo.” Esta ópera prima (cuyo antecedente es el proyecto del mismo título que tuvieron que dejar en cortometraje por falta de presupuesto) es un auténtico canto a la amistad como motor esencial para nuestras erráticas existencias. Como las de Dignan (interpretado por el propio Owen), Andrew (su hermano, Luke) y Bob (Robert Musgrave), jóvenes ‘balas perdidas’ que deciden meterse en el mundillo criminal para hacer algo con sus vidas. Siguiendo las consignas del “cerebro” del grupo, Dignan, perpetran un estrambótico robo en una pequeña librería de Austin, Texas. Huyendo de la policía, se esconden en un motel fronterizo donde Andrew se enamora de la asistenta, Inés (Lumi Cavazos, descubierta en “Como agua para chocolate”). Para impresionar al mafioso Mr. Henry (un genial James Caan) deciden dar otro golpe, de mayores dimensiones, que no acaba como ellos esperaban.

Pero no es ésta una historia de ladrones de poca monta envueltos en grandes persecuciones, tiroteos ensordecedores y explosiones de esas que se la ponen dura a los del equipo de efectos especiales. Aquí importan más las motivaciones de los personajes que sus acciones concretas, más sus anhelos como personas que sus líos como delincuentes; toda una rareza en los “thrillers” post-Tarantino de los 90. Porque Anderson y Wilson trazan los lazos de amistad que unen al trío con una desarmante honestidad narrativa, logrando que el espectador se encariñe de Anthony, Dignan y Bob, que ría a carcajadas con sus métodos delictivos y que note como se le pone la piel de gallina en escenas como la del encuentro entre Andrew y su hermana pequeña, Gracie, un ser que condensa esa pureza e inocencia que él no halla en su caótica vida de “adulto”. Pese a las excelentes críticas, la escasa campaña promocional perpetrada por Columbia Pictures hizo que la película pasara inadvertida, desapareciendo de los cines a las pocas semanas de su estreno. Pero su lanzamiento en vídeo hizo que el «boca a oreja» propagara sus virtudes rápidamente entre un público joven que aupó a Anderson como el mejor nuevo director del 96 según los premios MTV. Quizá pueda decepcionar su visionado a aquellos que esperen algo en la línea magistral de “Academia Rushmore” o “Los Tenenbaums”, pero recuperarla es una experiencia imprescindible y plenamente satisfactoria para cualquier fan de Anderson. Porque la semilla de su genio se plantó, modestamente, aquí.

“SIC TRANSIT GLORIA”

Joe Roth, presidente de Disney, adoraba “Bottle Rocket”. Tenía la pasta, creía en la libertad artística del director y, como uno más uno son dos, decidió apostar por el guión de “Academia Rushmore”. Surgido nuevamente de la bicéfala mente “wesoweniana”, fue rechazado por los capitostes del supuesto buque insignia del “indie” estadounidense, Miramax, reacio a invertir en el nuevo guión de los autores de un fracaso en taquilla. Anderson le expuso a Michael Bertin, del Austin Chronicle, su opinión acerca de los desencuentros con la industria: “Yo no hago concesiones comerciales. Ni por un segundo me planteo discutir esas cuestiones; expongo claramente a las personas con las que voy a trabajar cual es mi plan de trabajo, y ellos deciden si lo aceptan o no. Procuro que todos sepan hacia donde voy, porque si alguien me viene con una queja por alguna de las canciones, le pueda decir ‘Como ves en la memoria con fecha a 1 de febrero, siempre hemos querido utilizar esta música y así es como queremos que siga siendo’. No es algo que te proteja completamente, pero hasta ahora me ha servido para trabajar sin injerencias.” Cuando Disney, a través de Touchstone Pictures, dio luz verde al proyecto de “Academia Rushmore”, Anderson decidió volver a confiar en buena parte del equipo técnico y artístico que le había respaldado en su debut como director: Robert Yeoman como director de fotografía (inolvidable su trabajo en “Drugstore Cowboy”); Karen Patch en el diseño de vestuario; David Moritz en tareas de montaje; Mark Mothersbaugh encargado de la banda sonora (ver recuadro); David Wasco como responsable del diseño de producción (Tarantino siempre ha confiado en él); y los hermanos Wilson de nuevo en pantalla, Luke en el pequeño papel del Dr. Peter Lynn, Owen en un divertido cameo como el rostro fotográfico de Edward Appleby.

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Max Fischer es un soñador y la Academia Rushmore es su vida. El Sr. Blume también pisó sus aulas hace años, pero ahora es un hombre de negocios asqueado con su rutinaria existencia de millonario solitario… casado y con dos hijos insoportables. Añora su etapa en la escuela y por ello ejerce de benefactor, firmando cheques en blanco para lo que la dirección del centro precise. En su discurso de inauguración de la nueva capilla, se dirige al apático alumnado: “Id a muerte a por los ricos. Ponedlos en el punto de mira y derribadlos. Pueden comprar cualquier cosa menos agallas. No dejéis que lo olviden”. Max sintoniza al instante con él y corre a decírselo: “Tiene toda la razón sobre Rushmore”. “Un chico listo”, dice Blume; “Es uno de los peores alumnos que tenemos”, responde el sufrido director, el Dr. Gugghenheim. Blume sonríe y el riff de Eddie Phillips nos golpea a lomos del “Making Time” de Creation para presentarnos las actividades extra-escolares del “cero a la izquierda” Max Fischer: Yankee Review (redactor jefe y editor), Club de francés (presidente), Representante de Francia en la ONU, Club de numismática (vice-presidente), Equipo de debate (capitán), Equipo de lacrosse (director), Club de caligrafía (presidente), Sociedad de astronomía (fundador), Equipo de esgrima (capitán), Equipo de decathlón (miembro), Segundo coro (director), Sociedad de balón prisionero (fundador), Club de kung-fu (cinturón amarillo), Club de tiro al plato (fundador), Apicultores de Rushmore (presidente), Yankee Racers (fundador), Club de actores Max Fischer (director) y Club Piper Cub (piloto, 4’5 horas de vuelo).

El telón se abre: Septiembre. Con un inicio así, uno ya sabe que lo que vendrá a continuación será algo especial. La amistad vuelve a ser el tema central de la película, aunque aquí se mezcle con una historia de amor no correspondido. Max se enamora de la Srta. Cross, profesora de primer grado en Rushmore, pero ella sólo quiere que sean amigos. Como lo es con el Sr. Blume, quien reconoce en Max esas ganas de comerse el mundo que él tuvo hace mucho. Ambos planean la construcción de un acuario para contentar a la Srta. Cross, pero la dirección aborta las obras y expulsa a Max, que inicia el mes de octubre en una escuela pública. “Todo vale cuando el amor es una guerra”, dice una de las frases promocionales de la película. La viuda Rosemary Cross y el cincuentón aburridamente casado Herman J. Blume se enamoran a escondidas de Max, que monta en cólera al enterarse e inicia el intercambio de putadas entre “amigos” a ritmo de “A Quick One, While He’s Away” de los Who. Y, como decían en el concurso, hasta aquí puedo leer, porque no es cuestión de romper la magia. Espero que esta “sinopsis interruptus” te pique la curiosidad para lanzarte a por una película que te habla con el corazón abierto del valor de la amistad, y que deslumbra con un elenco de actores en estado de gracia, una personalísima puesta en imágenes, una banda sonora que quita el hipo y apela a la melomanía rockera (ver recuadro), y un sinfín de detalles maravillosos (guiños a “La ley del silencio”, “El graduado”, “El Padrino”, “Barry Lyndon” y “Heat”; homenajes a “Serpico”, “American Me”, “Apocalypse Now”, “Platoon” y “La chaqueta metálica”; escenas para el recuerdo, como la representación teatral de “Hell is for heroes” o el baile final; el mundo de Charlie Brown referenciado en la figura del padre barbero de Max y el club del cometa fundado fundado por él…) que convierten a “Academia Rushmore” en una obra atemporal que da gusto revisionar cuando uno está alicaído.

A pesar de todas sus virtudes, la película no acabó de conectar con una audiencia que quizá esperaba una comedia disparatada en la mejor tradición de Bill Murray. Porque verle tan abrumado por la vida, con el corazón hecho trizas y soltando frases como “estoy un poco solo”, no es precisamente material que huela a bombazo en taquilla. Sin embargo, la crítica, que ya andaba sobre la “pista Anderson”, acogió con entusiasmo el nuevo golpe de la joven promesa, a la vez que lamentó que no nominaran a Murray al Oscar al mejor actor secundario. Pero la auténtica revelación de la función fue Jason Schwartzman en el papel de Max. Hijo de Talia Shire, sobrino de Francis Ford Coppola y batería del grupo Phantom Planet, fue descubierto por la directora de cásting Davia Nelson en una fiesta en San Francisco, desesperada tras nueve meses de infructuoso rastreo por todo el país. Cuando ves la película, no puedes imaginarte a otro actor haciendo de Max. Como deseado vértice del triángulo amoroso, Olivia Williams (“El sexto sentido”) le da el tono sereno y atractivo, tierno pero distante, que la Srta. Cross precisa. Los secundarios, inmejorables, con Seymour Cassel (del clan Cassavettes, director venerado por Anderson) como el padre de Max; Brian Cox (“Agenda Oculta”, “The boxer”) al borde del ataque de nervios como Dr. Guggenheim; Mason Gamble (“Daniel el Travieso”) en el papel del “mejor amigo” de Max, Dirk Calloway; y Connie Nielsen (“Gladiator”) como la explosiva madre de éste y supuesta ejecutora de una paja “que valió la pena”.

“¡QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ QUE ME APUÑALAS, PAGODA!”

“Es un hombre nacido para filmar. El guión es brillante, el filme, soberbio y, el reparto, perfecto. Wes, como Orson Welles, lleva la película en la cabeza antes de rodarla”. Bogdanovich dixit, al diario The Independent, a propósito de “Los Tenenbaums”. Dos años estuvieron Wes y Owen trabajando en el guión de una tercera película que amplifica las señas de identidad de “Academia Rushmore” en pos de una narración más ambiciosa, más tupida de personajes y líneas argumentales, y más arriesgada al enfatizar el contraste entre los momentos de absoluta comedia con aquellos de desgarradora tristeza. Como muestra del descoloque de algunos espectadores, he aquí una airada protesta hallada en el foro de la película que hay en http://www.imdb.com: “He intentado cuatro veces ver esta jodienda y ahora estoy en la escena en que Richie se corta el pelo, se afeita la barba y se corta las venas. Sigo sin encontrar nada remotamente divertido en esta película. Todo el mundo dice que es una comedia, y muy graciosa…. ¡No he soltado una mísera carcajada! ¿Qué me pasa, me estoy perdiendo algo? Estoy determinado a ver este pedazo de mierda hasta el final aunque que acabe conmigo.” Pero otro forero le sugiere que la vea desde una perspectiva diferente: “Aunque es una película divertida, no es sólo una comedia: es la vida. Y la vida puede ser, a la vez, muy divertida y muy triste, increíble y devastadora. Depende de cómo te la tomes; lo mismo sucede con la película.”

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Royal Tenenbaum (Gene Hackman) es un abogado de éxito felizmente casado con Etheline (Angelica Huston), una cándida arqueóloga, y padre de tres hijos prodigio: Chas (Ben Stiller), un demoledor as infantil de las finanzas, Richie (Luke Wilson), un precoz campeón de tenis, y Margot (Gwyneth Paltrow), niña adoptada de premiadas maneras literarias. Pero un día Royal abandona súbitamente a su familia y la frágil personalidad de su desvalida prole se resquebraja. Cuando veinte años más tarde vuelve al hogar para reconciliarse con los suyos, Royal deberá enfrentarse a las heridas sin cicatrizar que perviven en el corazón de sus hijos, al desamor de Etheline y a las puñaladas traperas de su fiel sirviente Pagoda. Como en “Academia Rushmore”, aquí también se explora el personal via crucis de unos chavales para nada comunes que tratan de seguir adelante con su peculiar visión de la vida, por muy incomprensible que pueda resultar en el mundo exterior al que ellos se han creado. En una entrevista para el e-zine The Horse, Anderson explicaba: “Siempre me ha interesado esa soledad que envuelve a los genios, seres capaces de focalizar sus energías en empresas de lo más inauditas, pero también de derrumbarse cuando alguien empieza a rasgar en sus inseguridades y sus miedos”.

Y aquí entra el fantasma de J.D. Salinger como figura paterna. Real y despótica, tal como aseguró su hija Margaret; literaria y conmovedora, como atestiguan “creaciones” suyas como el Holden Caufield de “El guardián entre el centeno” o los geniales hermanos Glass de “Nueve cuentos” (1953), “Franny y Zooey” (1961) y “Seymour: Una introducción” (1963). El mal patriarca Royal Tenenbaum y los abrumados ex niños prodigio Chas, Richie y Margot. Otra influencia palpable en este grandioso filme es la del Orson Welles de “El cuarto Mandamiento”, cuya narración inicial en off de la historia familiar de los Amberson impregna el prólogo acerca de los Tenenbaums que recita el actor Alec Baldwin. Múltiples referentes literarios (Anderson tiró de su preciada colección de ejemplares de la revista “New Yorker” para imbuirse de la escritura de Joseph Mitchell, A.J. Liebling, John O’Hara, Dawn Powell, Philip Barry o S. M. Behrman; Cormac McCarthy es parodiado en el personaje del escritor Eli Cash; la historia de amor entre Richie y Margot surge de las páginas de “Los niños terribles”, de Jean Cocteau); otro buen puñado de “homenajes” cinematográficos (la secuencia de los títulos iniciales se inspira en los filmes de Powell y Pressburger; la frase “Voy a suicidarme mañana” está sacada de “El fuego fatuo”, de Louis Malle; la descarnada manera de rodar el suicidio de Richie tiene su origen en la admiración que siente Anderson por la valentía que tuvo Robert Altman al no esconder la sangre y el horror en su comedia “M.A.S.H.”); otro ramillete, mejor si cabe, de canciones sabia y sorprendentemente elegidas; un cásting plagado de estrellas dando lo mejor de sí mismos… Todo al servicio de una película que, por encima de referentes y homenajes, es “wesoweniana” en estado puro, neoyorquina en su espíritu (Anderson admira la ciudad) y única tanto en la construcción de sus personajes como en el desarrollo de sus convergentes historias vitales. Un triste, que no pesimista, retrato de una familia disfuncional que lucha por recomponerse tras la auto-demolición aplicada a sus agrietados cimientos de gloria y honor pasado. Pero Anderson rehuye esa mirada sin compasión tan alabada en Todd Haynes (“Happiness”); siente más apego por sus personajes, necesita dejarlos a buen recaudo una vez presentados con toda la humanidad que se merecen independientemente de cuales sean sus acciones.

Gene Hackman se sale en su kamikaze interpretación de Royal Tenenbaum, un tipo desagradable al que el espectador acaba queriendo; Gwyneth Paltrow confirma que es mucho más que una cara bonita gracias a la melancólica ternura con que construye a la depresiva Margot; Bill Murray ofrece un recital de laconismo como Raleigh St. Clair, el triste marido de la escritora prodigio; Angelica Huston y Danny Glover, su nuevo pretendiente, dan veracidad al juvenil enamoramiento de dos personas maduras; Ben Stiller provoca más de una carcajada enfundado en ese chandal rojo y en permanente estado de mala leche; a Owen Wilson se le va casi tanto la olla como a su Eli Cash; mientras que su hermano Luke brilla como el mejor dentro de tan imponente plantel de actores, gracias a su conmovedora composición del abatido, permanentemente triste y secretamente enamorado Richie.

Wes y Owen fueron nominados al Oscar al mejor guión original (se lo llevó Altman por “Gosfod Park”), la película recaudó unos 50 millones de dólares en Estados Unidos (más del doble de lo que costó), Hackman ganó un globo de oro y el Sr. Ikea reclamó los servicios del talentoso y por fin reputado Anderson. Como lo oyes. Si visitas http://www.unboring.com podrás ver los dos anuncios, “Living Room” y “Kitchen”, que nuestro protagonista rodó para la inefable casa de muebles sueca. ¡100% Anderson!. Un suculento pasatiempo mientras sigue inmerso en la escritura, por primera vez en solitario, de su próxima película. Los rumores que circulan entorno a tan secreta producción auguran un nuevo motivo de gozo para los seguidores de sus historias: rodaje en Europa y México, Bill Murray dando vida a un oceanógrafo, y Nicole Kidman, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Gwyneth Paltrow completando el reparto. Poco más se sabe, pero se recomienda seguir atentamente las noticias: puede que Wes Anderson aún no haya llegado a su cumbre como autor.

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¿EL MEJOR ACTOR ESTADOUNIDENSE VIVO?

El inefable crítico Carlos Aguilar, firmante de ese ladrillazo de bolsillo que es “Guía del vídeo-cine”, nunca ha dudado en calificarle de “inoperante y horrible”. Por su parte, la prestigiosa revista francesa “Cahiers du cinema” le alabó hace unos años como “el mejor actor estadounidense vivo”. Bill Murray levanta pasiones encontradas, claro está. Como la comedia sigue siendo vista como un género menor, al enorme Bill no le han empezado a tomar en serio hasta que, tras un largo proceso de reequilibrio interpretativo y contención de su histrionismo más polémico, sorprendió a la sesuda crítica con su creación para “Academia Rushmore”. Pero Herman J. Blume no hubiese sido posible sin la previa existencia de decenas de personajes igual de memorables, con los que Murray ha ido edificando una filmografía imprevisible, arriesgada, irregular pero siempre excitante. Nacido el 21 de septiembre de 1950 en Willmette, Illinois, William James Murray mostró desde pequeño un espíritu revoltoso y conflictivo que le granjeó sendas expulsiones de los boys scouts y la liga infantil de béisbol. Como la mayoría de los nueve hijos del matrimonio formado por Edward y Lucille, el joven Bill empezó a ganar unas pelillas trabajando como caddy en distintos campos de golf de su estado natal, con la idea de poder pagarse la formación en un colegio privado jesuita y evitar así un sistema educativo público en el que no creía. Su interés por el mundo de la actuación germinó durante su etapa en el Regis College de Denver, donde cursaba estudios de medicina. Su peculiar sentido del humor y sus contínuas salidas de tono causaron furor en las aulas de tan respetada institución, pero su arresto policial por posesión de marihuana acabó con la carrera de este loco del bisturí. El mundo se libraba de un médico imprevisible, pero ganaba a un humorista que iba a regalarle muchas horas de metraje “desencajamandíbulas”. Atraído por su hermano mayor, Brian Doyle-Murray, se unió a Second City, aclamado grupo de improvisación con sede en Chicago en el que se formaron kamikazes del humor como Chris Farley, John Belushi o John Candy.

Curtido en todo tipo de escenarios y con un arsenal de personajes y chistes preparado para explosionar, se trasladó a Nueva York y pronto fue reclutado por el corrosivo equipo del National Lampoon Radio Show, en cuyas filas militaban John Belushi, Gilda Radner y Dan Aykroyd. Cuando en 1977, Chevy Chase abandonó el programa Saturday Night Live tras su exitosa primera temporada, la NBC decidió fichar a Bill para unirse a la plantilla de un show que desde hace más de treinta años viene presentando a los más irreverentes humoristas yanquis (entre otros, John Belushi, Eddie Murphy, Dana Carvey, Mike Myers, Chris Rock, Adam Sandler y Will Ferrell). Tras un breve papel en “The Rutles” (78), documental de culto dirigido por Eric Idle (miembro de Monty Python) y Gary Weiss, que, en clave de parodia, se ríe a gusto de la Beatlemanía; debutó a lo grande con un título muy querido por los enfermos del cine estudiantil 80’s, “Los incorregibles albóndigas” (79). Ambientada en un campamento de verano para chavales, la peli dirigida por Ivan Reitman y escrita por Harold Ramis, presenta a un desmadrado Bill como jefe de un atajo de “loosers” pre-adolescentes en plena guerra contra los niños de papá del campamento vecino. El éxito de taquilla pilló por sorpresa a nuestro protagonista, que ya estaba inmerso en el rodaje de “Where the Buffalo roam” (80), donde daba vida a ¡Hunter S. Thompson! en una suerte de biopic del periodista gonzo. En una entrevista, éste expuso a las claras las virtudes del despropósito: “Es un horrible montón de mierda. Murray hizo un buen trabajo, pero el guión era pésimo. Fue una experiencia muy decepcionante con la que tendré que vivir toda mi vida”. Por suerte, volvió a juntarse con el tándem Reitman – Ramis para protagonizar un triplete de comedias en las que pudo jugar sus cartas con total soltura: “El club de los chalados” (80), “El pelotón chiflado” (81) y “Los cazafantasmas” (84, por la que fue nominado al Globo de Oro). Aunque con su papel de amigo de Dustin Hoffman en la genial “Tootsie” (82) ya mostró otro registro más comedido, fue en “Al filo de la navaja” (85) donde se implicó por primera vez en un filme de marcado tono dramático, en este caso dando vida a un ex combatiente de la 1ª Guerra Mundial que trata de encontrarle sentido a su vida. Ninguneada en su momento, esta segunda adaptación de la novela homónima de W. Somerset Maugham dirigida por John Byrum (autor de la potente “Inserts”), sin duda merece una segunda oportunidad.

Su rotundo fracaso, mermó la fulgurante trayectoria de Murray, apartándole del primer plano cinematográfico (tuvo breves papeles en “Nothing lasts forever” y “La tienda de los horrores”), hasta el estreno de “Los fantasmas atacan al jefe” (88), discreta comedia navideña donde se convierte en lo mejor de la función. Confirmando el tópico “segundas partes nunca fueron buenas”, tiró por el camino más fácil al recuperar al Dr. Peter Venkman en la pobre “Cazafantasmas II” (89); a la que siguió la infravalorada comedia de polis y cacos “Con la poli en los talones” (90), co-dirigida por Howard Franklin (autor de la muy notable “El ojo público”) y él mismo. Volvió a dar rienda suelta a la pirotecnia majara en “¿Qué pasa con Bob?” (91), divertida pero hueca película sobre un paciente que vuelve loco a su psiquiatra. Con su siguiente proyecto, sin embargo, acertó en plena diana y abrió una nueva y brillante etapa en su filmografía. “Atrapado en el tiempo” (93) merecería un artículo por sí mismo, tal es el tamaño que su mito como gran comedia yanqui de los 90 ha adquirido diez años después de su estreno. De nuevo a las órdenes de Ramis, Murray ofrece en ella todo un recital de humor lacónico interpretando a un tipo antipático que deberá redimirse para poder despertar de una pesadilla que le mantiene anclado en un mismo día que se repite una y otra vez. Un jodido clásico moderno. “La chica del gángster” (93), de John MacNaughton, sorprendió a los fans del autor de la polémica “Henry: retrato de un asesino”, descolocados ante la visión de un Robert De Niro, poli y miedica, enfrentado al duro mafioso Murray por el amor de la siempre seductora Uma Thurman. La rumorología apunta a que nuestro héroe le rompió la tocha al gran Bobby durante la filmación de una pelea. En otra muestra de su versatilidad dramática, brilló en un pequeño papel como el transexual John ‘Bunny’ Breckinridge en la última gran película de Tim Burton, “Ed Wood” (94); y en la mejor plasmación del humor irreverente de los hermanos Farrelly, “Kingpin” (96, estrenada aquí con el estúpido título de “¡Vaya par de idiotas!), promovió el dolor abdominal por sobredosis de carcajadas con su esquizoide interpretación del macarra as de los bolos Ernie McCracke.

“El hombre que sabía demasiado poco” (97) pasó sin pena ni gloria, pero Murray tuvo la suerte de recibir la llamada de Wes Anderson para ofrecerle el papel de su vida. “Rushmore” le reportó varios premios al mejor secundario: Asociación de Críticos de Los Ángeles, Círculo de Críticos de Nueva York, Sociedad Nacional de Críticos, Independent Spirit Awards, Golden Satellite Awards y American Comedy Awards; así como su segunda nominación al Globo de Oro. A continuación volvió a colaborar con MacNaughton en el rocambolesco y picante film-noir Juegos salvajes (98), donde daba vida a un abogado de peculiares maneras. No tuvo el éxito que se merecía “Abajo el telón” (99), desbordante y emotiva tercera película como director del combativo Tim Robbins. En este épico ajuste de cuentas del marido de la Sarandon con la paranoia anti-comunista de la América de los años 30, Murray llega a conmover en la piel de un ventrílocuo poco amigo de los rojos. Prosiguió en la línea de los papeles secundarios dando vida al Polonius de “Hamlet” (2000), notable traslación al competitivo mundo moderno del clásico de Shakespeare; y como el jefe de “Los Ángeles de Charlie” (00), irrisoria versión de la mítica serie televisiva de los 70. En el 2001, los Farrelly “usaron” su cuerpo como escenario para la divertidísima (y educativa) peli de animación “Osmosis Jones”, en la que un glóbulo blanco se enfrenta a un peligroso virus que amenaza con matar al pobre Murray. A la espera de “Speaking of sex” (de nuevo a las órdenes de MacNaughton) y “Lost in translation” (segundo filme de Sofia Coppola), “Los Tenenbaums” es la última película que hemos podido disfrutar en España de este gran actor a reivindicar siempre.

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COMO DEVO ACUNADOS POR NICO

La música juega un papel clave en la trilogía de Wes Anderson. La selección de las canciones que suenan en sus películas es un proceso estrechamente ligado al de la escritura del guión; y es que sólo así se entiende el asombroso maridaje entre narración fílmica y musical al que uno asiste en pantalla. Aunque en “Bottle Rocket” no contara con la inestimable ayuda del supervisor Randy Poster, Anderson ya sorprendió con un “track list” (con temas no acreditados en la BSO) de lo más peculiar: dos canciones de Love (“Alone again or” y “7 and 7 is”, ésta en la versión que se cascaron los Ramones), una de Rolling Stones (“2000 man”), un par de la rumbosa orquesta tropical de René ¡Touzet y, ojo al dato, el ¡“Over and Done With” de los Proclaimers! (sí, los hermanos gafotas responsables de esa tortura llamada “I’m Gonna Be (500 miles)”. La partitura original corrió a cargo de Mark Mothersbaugh, ex Devo reconvertido en compositor de bandas sonoras para películas y videojuegos, jingles para anuncios, temas para series de televisión y demás locuras alumbradas en solitario o junto a sus compañeros del proyecto Mutato Muzika (impagable una visita a http://www.mutato.com). Un nombre indisociable del cine de Anderson. En las notas interiores de la BSO de “Los Tenenbaums”, el director cuenta que “Randy Poster describe la música de Mark como ‘encantadora, mágica y con cierta inocencia”, y creo que en esos términos puede describirse también la experiencia de trabajar con él en su estudio”.

En “Academia Rushmore” Wes fue a por todas y le pidió a Randy todas esas canciones que habían marcado la escritura del guión: “Muchas ideas surgen de las canciones que más me gustan, y por ello me gusta utilizarlas para darle un cierto tono a la película. Para contar la historia del joven Max sólo podía pensar en un grupo, The Kinks, porque ellos tocaban potentes canciones cargadas de angustia adolescente. Al final decidimos expandir el criterio a otras bandas de la British Invasion o influidas por ésta. Bueno, excepto el tema ‘Rue Saint Vincent’ de Yves Montand; pero creemos que queda muy bien en esa escena”. La selección fue la siguiente: “Making Time”(Creation), “Concrete & Clay” (Unit Four Plus Two), “Nothin’ in the World Can Stop Me Worryin’ ‘Bout This Girl” (The Kinks), “A Summer Song” (Chad & Jeremy), “Here Comes My Baby” (Cat Stevens), “A Quick One, While He’s Away” (The Who), “Rue Saint-Vincent” (Yves Montand), “The Wind” (Cat Stevens), “Oh Yoko” (John Lennon) y “Ooh La La” (Faces), como inolvidable broche de oro. ¿Mejor imposible? “Los Tenenbaums” se enriquece con una banda sonora profundamente neoyorquina, melancólica y agitada a partes iguales, en perfecta sintonía con los extremos emocionales que inundan la pantalla y con escenas cuya fusión de imagen y sonido difícilmente podrás olvidar: el prólogo a ritmo de un “Hey Jude” con arreglos de Mothersbaugh; el “These Days” de Nico, envolviendo a Margot cuando baja, a cámara lenta, del autobús ante la obnubilada mirada de Richie; Etheline y Henry descubriéndose enamorados entre los acordes del “Wigwam” dylaniano; las travesuras urbanas de Royal y los chicos de Chas al ritmo del “Me and Julio Down by the Schoolyard”, de Paul Simon; el montaje de la vida secreta de Margot a golpe de “Judy Is a Punk”; Richie sesgándose las venas con el “Needle in the Hay” como desolador “soundtrack”; Mordecai volando al encuentro de Richie empujado por el “Stephanie Says” de la Velvet Underground; “She Smiles Sweetly” y “Ruby Tuesday” de los Stones como íntimas compañeras del amor secreto entre Margot y Richie; Nico acompañando con su “The Fairest of The Seasons” a Chas y Royal en un momento crucial de sus vidas; el “Everyone” de Van Morrison en otro final de película instalado para siempre en mi corazón. Pero es que también hay lugar para Nick Drake, The Clash, Emitt Rodees y hasta una versión del tema “Christmas Time is Here” de la banda sonora de la película “A Charlie Brown Christmas”. Tiemblo sólo de pensar en la selección de temas que nos regalará Anderson en su siguiente película.

http://www.rushmoreacademy.com/

Texto: Roger Estrada
Publicado en Ruta 66 (junio 2003)

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