“Un plato con un poco de menestra y un buen solomillo y se lo zampa ricamente”, cuenta orgulloso el propietario del restaurante Errekatxo, en el pueblo de El Regato, a pocos kilómetros de Bilbao. Habla, claro, de su querido can, afortunado ejemplar de caza al que nutre con los más selectos manjares, un inigualable boccato di cardinale perruno rico en carbohidratos que basa su exquisitez en la calidad de los productos de la tierra vasca. Mientras se deleita con la dieta de su fiel compañero, servidor ansía hincarle el diente al crepitante chuletón que ante mí acaba de dejar con gracejo norteño. Adornado con humeantes patatas y tres brillantes pimientos rojos, el chuletón impone respeto y admiración. Mis compañeros de mesa, routiers savants de primerísimo orden – a saber: el Gonzalo, el Gegúndez y el Ranedo-, me retan a vencer por KO al inerte ejemplar, a no dejar mínimo rastro de su existencia en el ardiente plato. La refriega es larga y disputadísima, en un diálogo estómago-chuletón digno de las mejores veladas pugilísticas; pero el honor del routier catalán está en juego ante la facción vasca que observa el combate con el corazón en un puño y uno es de esos que se crece en las plazas más duras, ante los platos más rebosantes. Gano a los puntos, grasa incluida y hueso roído con fruición. Soy un digno routier savant, pues.
La excusa para pegarse la comida padre era un bolo de los DT’s en Santurtzi. Uno por San Crider se acerca donde haga falta y más si sabe que gozará de la hospitalidad de un bilbaíno pegado a un móvil y otro al que le duele en el alma emigrar a Donosti. Fueron tres jornadas routiers que el Gonzalo y yo llevaremos para siempre pegadas al corazón, días de sosiego bon vivant y deleite “panxacontenta” difíciles de igualar en el caos cotidiano en el que nos movemos en esta Barcelona que a ambos tanto nos disgusta. ¿Por qué? 1) Hay que viajar para ver un concierto de rock underground. 2) La comida apesta y es cara. 3) La peña está tensa. Perdónenme, pero yo a la gente de mi ciudad la noto en tensión constante, como observándose de reojo, a la que salta. Se respira una competitividad para estar “in” que transforma la noche en una jungla del codazo y el cariño enfarlopado que da que pensar. Pero volvamos a Bilbao, joder. Un paraíso: La Chuleta. El manjar no, el local. Con puertas de entrada con espejos cual puticlub, esta taberna-restaurante fue recinto ferial para los almuerzos del que esto firma, indeciso entre la variedad de pinchos que le seducían desde la barra. La tortilla de ajos tiernos y champiñones fue la que me puso más a tono –seguida de cerca por la merluza rebozada – y más aún regada con un buen crianza o una caña de cerveza fresquita. Pero debo reconocer que el pincho que me robó el corazón, del que me encoñé y guardo más hondo recuerdo intestinal, fue el de croqueta rellena de nosequé y con adorno de mostaza que me pimplé en el mítico Café Bar Bilbao (www.bilbaocafe.com). Fue un amor a primera vista, con sexo apasionado y promesa de un reencuentro que, desgraciadamente, no se produciría.
Todavía recuerdo la primera comida que compartimos Jaime y yo en el inigualable Restaurante Amaya de Barcelona. Hablamos de rock, de mujeres, de rock, de mujeres, de críticos de rock, de mujeres; y masticamos, deglutimos, saboreamos, gozamos y nos relamimos para darnos cuenta de ese tercer placer terrenal que nos unía: la comida. Esa noche fue cuando descubrí la pasión de Jaime por los calamares en su tinta, un manjar “que en Barcelona sólo se disfruta como debe en el Amaya”, según sus propias palabras. Así pues, en Bilbao, al hombre las papilas gustativas le segregaban más que a un recién nacido ante la visión de las glándulas mamarias de su inmaculada mamá. Y mis padres, por esas tierras, fueron los dueños de La Chuleta y Erekatxo, emocionados anfitriones a los que daba gusto verles rellenarme el plato, a precisos cucharones, de alubiada y sopa de pescado, respectivamente. Nunca en mi vida me habían llenado un plato hondo apurando hasta dejar sólo un hilito blanco como indicador del borde de tan majestuoso recipiente. Una estampa culinarioreligiosa de primer orden, sin duda. Impagables fueron también las sesiones vinileras en casa del Gegúndez, pinchando a Brinsley Schwarz, Allman Brothers, Yes Men o Bobby Womack, balsámicos elixires que ayudaban a aposentar las enjundiosas sesiones de tapeo y menú / carta.
De vuelta al hogar, cena romántica con mi chica. ¿Salimos? Vale… Barrio de Gràcia, local bohemio-rústico-minimal, gente tensa. ¿Carta? No, menú de degustación de delicatessen, explicación de cada mini-plato incluida. Exquisito, pero mi estómago añora la orgía gástrica que vivió con el chuletón. Yo también, compañero; bienvenido a casa.
Texto: Roger Estrada
Publicado en Ruta 66 (2006)
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